Migración – Dialogo Utopico
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Conversaciones en españolTue, 28 Jun 2022 07:00:52 +0000en-GB
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3232Pacto sellado con sangre
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Tue, 28 Jun 2022 07:00:04 +0000http://dialogoutopico.blackblogs.org/?p=562Continue reading "Pacto sellado con sangre"]]>
Trago saliva cuando los gobiernos, en vez de luchar contra los grupos criminales fuertes y poderosos, ven mafias en una masa de gente que corre con la consigna de sálvese quien pueda. Hoy solo me queda pediros que sigamos trabajando por políticas de verdad, justicia, reparación y no repetición en la frontera
Imagen en el que agentes marroquíes devuelven a Marruecos desde la zona de entre vallas a migrantes. Javier G. Angosto
La masacre de Melilla ha llevado la frontera a los medios, a las redes, a los debates políticos. Pasa de vez en cuando, que se hace más visible la violencia y las víctimas aparecen, como si fuese de repente o como si no pasara cada día que la frontera mata, violenta y destroza la vida. Me pregunto: ¿Para qué servirán estas imágenes que han circulado durante estos dos días? ¿Quién las grabó ahí, dentro, en el fragor de esa batalla? ¿Quién ha filtrado tantos vídeos y por qué? ¿Por qué querían que las viésemos?
¿Servirán esas imágenes para iniciar una investigación sobre los hechos y hacer justicia?
¿Se usarán para identificar a las víctimas, informar a las familias y enterrarlas con dignidad?
¿Y si solo sirven para hablar de mafias y sellar un pacto terrorífico de control migratorio?
Cuando éramos chicas nos hacíamos hermanas de sangre pinchándonos con una aguja, nos parecía así que la amistad duraría para siempre. Pero claro, los gobiernos y sus intereses son otra cosa, y en los últimos tiempos los pactos fronterizos se rubrican con la sangre de los “otras, otros, otres”. Y en estos pensamientos me retuerzo cuando suena el teléfono. El prefijo es de Camerún, descuelgo y al otro lado me saluda una voz que reconozco inmediatamente. Es Bikai, el papá de Luc, una de las víctimas de Tarajal. “¿Cómo estás Helena?, ¿todo bien?, ¿la familia? Lo vi ayer en las noticias”. Se queda un momento en silencio. Sé que se refiere a la tragedia de Melilla. “He visto las imágenes, otra vez una desgracia… y de lo nuestro nada al final, no hay forma de encontrar justificación”. Se me hiela la sangre y aguanto para no llorar, Bikai siempre me ha producido una especial ternura.
Lo que ha visto en la frontera de Melilla le ha dolido en lo más profundo de su alma porque de alguna manera ha revivido la muerte de su hijo. “¿Ya se sabe quiénes son? ¿Las familias lo saben?”, pregunta. Conoce muy bien lo importante que es identificar un cadáver, lo urgente de informar a las familias y lo necesario que es enterrar a las víctimas con dignidad. Terminamos la conversación, me dice que el domingo rezará por las almas de estos jóvenes, como lo hace cada día por la de su hijo. No solo él está inquieto. Las imágenes de la tragedia de Melilla se han difundido por muchos países africanos y están teniendo un impacto terrible entre las comunidades migrantes que viven en Marruecos.
El miedo siempre está presente en la diáspora migratoria, pero en los últimos meses se ha convertido en irrespirable. Desde el nuevo acuerdo entre España y Marruecos, las redadas, detenciones arbitrarias, identificaciones raciales, y otras medidas represivas contra la población migrante se han multiplicado y extendido en la cotidianidad que impide el más mínimo atisbo de vida.
En Tánger, artistas africanos han sido detenidos y desplazados al sur cuando iban a comprar el pan, y a pesar de tener una tarjeta de residencia. En Laayoune, las mujeres denuncian haber sido desnudadas en las calles tras ser detenidas en sus casas para escarnio público, antes de ser deportadas en autobuses al desierto. En Agadir han sacado a las familias en medio del sueño de sus camas después de que los militares rompiesen las puertas para violar sus domicilios. En Tarfaya han atacado a los supervivientes de una patera, que llegó a costa después de haber perdido a seis personas a bordo, con una jauría de perros azuzada por la gendarmería. En Nador, la última semana ha sido especialmente terrible. El cerco a los asentamientos de los bosques, las maniobras de corte de acceso al agua potable y los suministros, y las redadas violentas donde las fuerzas de seguridad se acompañaban de grupos criminales para completar la faena, pronosticaban lo peor. Los muchachos estaban al límite de sus fuerzas físicas y mentales.
Presionarles hasta reventarles, obligarles a una huida hacia delante. ¿Con qué propósito? ¿Tal vez España pide pruebas de que se está haciendo el trabajo? ¿Puede ser esta una forma de rubricar el acuerdo frente a los movimientos que ha habido con Argelia?
Suena de nuevo el teléfono, que en estos dos días no para. “¿Helena? ¿Cómo estás? Dios mío, qué terrible, ¿has escuchado a Sánchez? Es como en 2005… otra vez”, me dice una compañera. Para las que llevamos tantos años en la frontera esa fecha supone un antes y un después, porque desde entonces los gobiernos no han tenido límites para escalar en violencia contra las personas migrantes.
El presidente ha rememorado aquellos días copiando el discurso de la gratitud del entonces ministro de exteriores, Moratinos. Además, Sánchez ha añadido el argumento de las mafias secundando el discurso del RNI, partido político que gobierna en Marruecos, mostrando así la sintonía política que les une.
Llevo muchos años investigando sobre trata de seres humanos y trago saliva cuando los gobiernos, en vez de luchar contra los grupos criminales fuertes y poderosos, ven mafias en una masa de gente que corre con la consigna de sálvese quien pueda, pero eso daría para otro artículo. Hoy solo me queda pediros encarecidamente que sigamos trabajando y luchando por políticas de verdad, justicia, reparación y no repetición en la frontera.
Introduce: Pablo Rodríguez “Pampa” (Periodista de El Salto y miembro de la Red Solidaria de Acogida)
Desde la aprobación en España de la primera Ley de Extranjería a la actualidad, ha habido numerosas regulaciones que han tenido como objetivo recortar derechos y poner a disposición del mercado laboral mano de obra barata. A las numerosas leyes y regulaciones de extranjería y al violento endurecimiento del control de fronteras se han sumado mecanismos como los Centros de Internamiento para Extranjeros o las redadas racistas que han avalado gobiernos de uno y otro signo político.
Durante todo ese tiempo diferentes oleadas de movimientos migrantes han levantado luchas que han marcado hitos en la historia de nuestro país que han obligado a afrontar cuestiones como la regularización de las personas “sin papeles”, las redadas racistas o la explotación laboral en el campo. A lo largo de esta sesión haremos una panorámica de los avances, los retrocesos y las luchas por los derechos migrantes en nuestro país y los sistemas legislativos e institucionales que las han acompañado.
]]>Trabajo, Migración y Racismo. “Las señoras de la fresa” de Chadia Arab
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Tue, 01 Dec 2020 13:51:12 +0000http://dialogoutopico.blackblogs.org/?p=331Continue reading "Trabajo, Migración y Racismo. “Las señoras de la fresa” de Chadia Arab"]]>
Trabajo, Migración y Racismo: Conversación con Yousra El Mansouri (educadora social antirracista) y Jesús Díaz Farmoso (AUSAJ) con motivo del libro ‘Las señoras de la fresa’ de Chadia Arab (2020, Ediciones Oriente y Mediterráneo).
Esta emigración de supervivencia ofrece a las señoras de la fresa oportunidades de emancipación y autonomía. Es útil a España y Marruecos por medio de un deal que puede parecer inaceptable y plantea una cuestión ética: mujeres contra fresas. ¿Las mujeres españolas habrían aceptado esas condiciones para recolectar las fresas? ¡No! ¿Habrían aceptado separarse de sus hijos durante tres meses o más? ¡No! Se buscó, por tanto, no muy lejos, obreras dóciles, con criterios muy estrictos para que estas indeseadas no permanecieran en territorio español. ¿Puede imaginarse siquiera a miles de mujeres españolas trabajando en los invernaderos de fresas por un salario miserable en una región que se enriquece gracias a la comercialización del oro rojo? Enseguida habrían aparecido denuncias contra las condiciones de trabajo y alojamiento, contra la dureza del trabajo, y reivindicaciones salariales. ¿Qué otro trabajo impone a los adultos una vida en colectividad sin el más elemental respeto al derecho a la intimidad? Los procesos de emancipación no deben hacernos olvidar la precariedad y las condiciones de reclutamiento de estas mujeres, elegidas entre las más frágiles, desde un punto de vista social, de su país. Todos estos factores persiguen evitar la menor rebelión, la menor reivindicación, por pequeña que sea.
El aclamado documental de Iciar Bolláin en el que refleja la situación de varios españoles que se han visto obligados a buscar trabajo en el extranjero. Gloria es una de los 700.000 españoles que han dejado nuestro país desde el inicio de la crisis. Almeriense de 32 años, maestra sin plaza, y dependienta en una tienda en Edimburgo desde hace dos años, Gloria pone en marcha, junto al colectivo que ella misma ha impulsado, una acción, un evento que, bajo el lema “Ni perdidos ni callados”, exprese su frustración y dé visibilidad y voz a algunos, los que quieran participar, de los más de 20.000 españoles que se encuentran en la capital de Escocia.
]]>Moria, campo de concentración de Europa
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Wed, 14 Oct 2020 10:56:26 +0000http://dialogoutopico.blackblogs.org/?p=230Continue reading "Moria, campo de concentración de Europa"]]>
Inauguramos nuestros monográficos de información internacional “Mundo a distancia”. La noche del 8 de septiembre el mayor campo de refugiados de Europa ardió. Miles de mujeres, niños, ancianos, hombres abandonaron sus tiendas y vagaron sin cobijo ni alimentos durante días, cercados por policías y gritos racistas, durmiendo al raso, a veces entre basura.
Viajamos a Moria, el campo de refugiados en la isla de Lesbos, en Grecia, con la prestigiosa Revista 5W y los ojos de sus reporteros y fotoperiodistas Anna Surinyach y Agus Morales.
Conocemos los últimos movimientos de Trump para controlar el Tribunal Supremo tras la muerte de la jueza progresista Ruth Bader Ginsburg con Carlos Pérez Cruz (puedes escucharla cortada aquí).
Y estrenamos nuestra colaboración con uno de los mejores podcasts sobre las noticias e historias de Latinoamérica: El Hilo, que nos hablará sobre racismo y violencia policial extrema en México y la historia de los 1800 vecinos confinados en una megatorre en Santiago de Chile.
De postre, “Nuevo Mundo” con Anna Pacheco: pantallas, cultura pop, saltos generacionales y nuevos lenguajes con la periodista especializada en clase, género y cultura.
La emergencia sanitaria que estamos viviendo en el año 2020 ha puesto el enfoque en la enorme desigualdad social que existía ya previamente a nivel global y en nuestro país particularmente. Las distintas políticas institucionales hacia las personas migrantes han evidenciado de manera generalizada que el racismo no es una cuestión exclusivamente social, sino sistémica y de las estructuras estatales. Las situaciones de las personas migrantes ya anteriormente precarias se han mezclado con otros factores sociales igualmente sistémicos y que han generado mayores desigualdades y desprotección. A lo largo de este verano hemos podido informarnos de cómo a los temporeros migrantes en Lepe les quemaban sus chabolas en el campo de trabajo, o cómo un migrante nicaragüense murió de un golpe de calor en Murcia y su cuerpo fue abandonado en un centro de salud. Testimonio de estas cuestiones las pueden dar el activismo de dos colectivos dedicados a la lucha de las personas migrantes: la plataforma CIEs NO y la campaña Regularización Ya.
Los CIEs son cárceles de personas migrantes donde la tortura es una práctica habitual y cuyo único delito es no tener los papeles en regla
CIEs No es una organización estatal, con pequeños núcleos en varios territorios. En Madrid están centradas en el CIE de Aluche. La plataforma funciona desde el año 2013, sin embargo existen CIEs en España desde 1985, por la Ley de Regularización de personas extranjeras en España. Están regulados a través del RD 162/2014, supuestamente sin carácter penitenciario, pero la realidad es otra muy distinta.
La estructura y tipología de esos espacios como una cárcel, y vigilados por la Policía Nacional, nos indican una realidad diferente. Cualquier persona extranjera que tenga una situación administrativa irregular en cuanto a sus papeles, es susceptible de entrar en un CIE, es decir, supuestamente como medida cautelar se interna en un CIE a personas extranjeras para revisar su situación legal. A una persona nacida en territorio español tan solo se le interpondría una sanción administrativa económica, sin embargo a una persona extranjera se le priva de su libertad automáticamente. Pueden estar un máximo de sesenta días, porque esté solicitando sus papeles, o estén en trámites en la administración pública.
En España existen siete CIEs, el de Aluche está junto al solar de la antigua cárcel de Carabanchel, y la violación de derechos humanos por parte de la policía es continuada y sistemática. La plataforma CIEs No procura dar apoyo y acompañamiento a las personas encerradas, empoderando a la persona dándole información, ya que hay privación de visitas e información, y muchas veces hay complicaciones por cuestiones de comunicación e idioma. El lenguaje jurídico y el desconocimiento informativo es una forma de violencia más, que acaba por legitimar a ojos de las personas extranjeras la situación a la que están sometidas. No saben por qué están dentro, ni qué deben hacer para salir de allí, por ello se les ayuda a exigir su derecho a una defensa. Muchos piensan que serán deportados automáticamente, algunos viven el sufrimiento de llevar muchos años en España trabajando y viviendo, y debiendo demostrar arraigo familiar y cultural.
Dentro del CIE pueden solicitar asilo o refugio, ya que algunos llegan desde frontera directamente. La confusión es total y la incomunicación algo común en los CIEs. Se fuerza desde la administración la dilatación de tiempos premeditada para evitar que salga antes la resolución de petición de refugio que el proceso de expulsión. La policía no solamente juega con la desinformación, sino con un manejo de tiempos en contra de las personas extranjeras a quienes muestran continuadamente un total desprecio. Supuestamente es una medida cautelar para encontrar a una persona en caso de ser expulsada, pero la realidad es que un 70% no acaban siendo expulsadas, por lo que son encerradas completamente en vano dentro de la lógica jurídica del sistema.
Se reivindica un cierre definitivo de los CIEs. Se han cerrado con la Covid-19, pero se está solicitando que no se reabran nunca más. Viven en celdas hacinadas, sin actividades e incluso se habla de peores situaciones que en un centro penitenciario. Ante la no garantía de salud en el interior de los CIEs se consiguió este cierre provisional tras varias presiones en pleno Estado de Alarma. Los internos de Aluche no tenían información, pero les llegaron noticias de que en el exterior estaba propagándose una pandemia, ante síntomas leves de cualquier patología, tan solo se les suministran ibuprofenos. Los internos se amotinaron ante esta situación y subieron a la azotea del CIE de Aluche, exigiendo su derecho a la salud para protegerse. El detonante para cerrar los CIEs no fue este, sino el cierre de fronteras, al quedar inhabilitado ese movimiento forzado de expulsión, el Estado no le queda otra más que liberar a las personas extranjeras que estaban supuestamente encerradas para tal fin. El 24 de marzo se anuncia que los CIEs serían desalojados, en cambio el 6 de mayo fueron oficialmente cerrados, suponiendo nuevamente una dilación en el tiempo excesiva.
Muchas personas son identificadas por sus rasgos étnicos o su color de piel, algunos llevan años trabajando y en este proceso pierden su trabajo al ser encerrados, su nivel económico se derrumba y algunas familias enteras quedan en peligro de pobreza y a merced del asistencialismo. Las mujeres dentro tienen una discriminación doble en temas como por ejemplo la menstruación y una higiene saludable.
Desde el punto de vista legal y estatal, resultan espacios completamente ineficaces; además en la práctica suponen espacios de tortura y contra los derechos humanos. Es necesario tejer redes para trabajar con otros colectivos para poner fin definitivo a estas cárceles para migrantes. El derecho a migrar de los seres humanos debe quedar garantizado. No hay cifras oficiales sobre plazas de CIEs en España, no se sabe cuánta gente exactamente es internada. No tienen una ocupación total, se habla de 60% de ocupación. Esto concluye por qué el racismo y la discriminación no es particular, sino que es institucional.
La necesidad de la regularización para evitar discriminaciones y desigualdades criminales por parte del Estado español
La Plataforma Regularización Ya nace como una campaña social en abril de 2020 en plena emergencia sanitaria de la Covid-19, convertido en movimiento a nivel estatal. Es una autoorganización de activismo político, y una construcción en red de personas individuales o colectivos antirracistas. Mantienen que la defensa de los derechos nace de la igualdad de condiciones de vida, independientemente de su origen o su color de piel. Señalan las políticas estructurales de toda la sociedad, que van de la mano del racismo, la violencia y las opresiones. Denuncian políticas de expulsiones y de discriminación perpetuadas desde el cuerpo legal del Estado. Una persona sin papeles cada vez que ve un policía siente miedo, terror y vive en continua tensión y sobresalto de ser identificada en cualquier situación social. Es un machaque psicológico insostenible, vivir eternamente bajo la espada de Damocles. La explotación y el abuso por el que pasan algunas personas extranjeras durante años es también constante, debiendo conseguir un contrato de trabajo indefinido y de cuarenta horas semanales hasta su regularización.
Muchos compañeros manteros viven en este estado de continuada tensión y se les arrebatan sus mercancías que tanto les ha costado conseguir, muchas trabajadoras sexuales se ven acosadas por parte de la policía, a parte de muchas otras violencias patriarcales que sufren. Las citas de empadronamiento o regularización se dilatan, y se genera un mercado negro de venta de empadronamientos por parte de particulares que sacan un beneficio de esta situación desesperante. Ese trámite da acceso a la sanidad, al abono de transportes, a cuestiones básicas sociales. Durante la pandemia las situaciones de personas extranjeras se vieron amenazadas a muchos más niveles, porque partían de una desigualdad social ya previa. A las personas migrantes se les excluye de la posibilidad de sentirse parte de esta sociedad. La emergencia sanitaria del Covid-19 obligó a aparcar algunas cuestiones secundarias y puso en el centro la vida, y aún así se ha presenciado cuánta cantidad de personas se están quedando fuera de ese centro, dejando olvidadas a muchas personas migrantes en el camino.
Esta plataforma nace para otorgar estos derechos humanos y dignidad a las personas migrantes. Supuestamente España tiene firmada la Carta Internacional de Derechos Humanos, que asegura la libertad de movimiento y migración en cualquier parte del mundo, así como la petición de asilo y refugio. Los colectivos migrantes están vulnerabilizados por las situaciones de desigualdad a las que están sometidas, no son vulnerables como personas, sino que se les arrastra a situaciones de vulnerabilización.
La violencia contra temporeros en territorios como Huelva ha quedado retratada en estas pasadas semanas. Han sido señalados, rechazados en el marco de esta pandemia, e incluso quemaron su campamento; campamentos donde están alojados en chabolas sin agua, ni electricidad. Los jornaleros migrantes han llevado una lucha de resistencia en Lepe, exigiendo soluciones para todos por igual, y un lugar seguro donde quedarse. En muchos casos sus documentos se han quemado, y para demostrar sus condiciones de regularización deben trasladarse a Madrid, donde están las instituciones para estos trámites burocráticos. Miles de migrantes quedan completamente fuera de cualquier clase de protección, al contrario, se mantiene una estructura racista y políticas de discriminación continuada. Se sigue esclavizando a personas migrantes con políticas concretas, las palabras de los gobiernos afirman la tendencia a la inclusión y el antirracismo, pero sus acciones muestran todo lo contrario. El tránsito en el espacio público es un riesgo continuado a sufrir cualquier agresión policial y maltrato para personas migrantes. Esta red estatal se construye para exigir una posición social incondicionalmente antirracista de palabra y sobre hechos.
]]>Lecturas obligadas. La pandemia europea de los campos de refugiados.
https://dialogoutopico.blackblogs.org/2020/09/23/lecturas-obligadas-la-pandemia-europea-de-los-campos-de-refugiados/
Wed, 23 Sep 2020 05:00:14 +0000http://dialogoutopico.blackblogs.org/?p=110Continue reading "Lecturas obligadas. La pandemia europea de los campos de refugiados."]]>
Adentrarse en el campo de solicitantes de asilo de Samos es hacerlo en un vertedero en el que las ratas se pasean entre las tiendas de campaña. En cuanto te alejas un poco del núcleo de esta favela, donde viven más de 4.000 almas en pleno corazón de la Unión Europea, el olor a excremento atraviesa la mascarilla y se impregna en la ropa.
El olor a podredumbre es una de las vejaciones que sufren las personas que, huyendo de la muerte y la falta de horizonte, son desterradas por la Unión Europea a estas islas griegas.
Una humillación que también empleó el Gobierno heleno contra las personas que fueron abandonadas a la intemperie durante diez días en una carretera de Lesbos, obligándolas a convivir con la propia basura que iban generando y a hacer sus necesidades al aire libre en los montes cercanos.
Verbalicemos no solo lo que no se ve, sino también lo que no se dice: Evacuar delante de desconocidos, las diarreas provocadas por tener que beber agua de las mangueras de regadío, las menstruaciones, el puerperio de las recién paridas… Y, aun así, las personas refugiadas han hecho un esfuerzo descomunal por mantener la higiene mediante esa ingeniería de la supervivencia que irrumpe a las pocas horas de un desplazamiento forzoso o una catástrofe natural: supervivientes que rápidamente se instalan grifos en canalizaciones públicas, construyen chabolas con telas y cañas en las que las mujeres puedan cambiarse con un mínimo de intimidad, cocinas de leña… Y ahí, en medio de ese caos, niños y adultos destinando parte de su botella diaria de litro y medio de agua -cuando la repartían- a lavarse los dientes. Da igual todo el empeño que las instituciones europeas ponen en doblegarlas: sobrevivir es un acto de resistencia para estas personas, y donde los gobiernos instauran un sistema de apartheid, como hemos visto en Lesbos, ellas se hacen dignidad bañándose en el mar y convirtiendo el agua salada así en su vacuna contra la pandemia.
Unos hombres se asean entre las ruinas del campo de Moria quemado (Elias Marcou/ Reuters)
Las instalaciones de dignidad que empezamos a ver en la carretera de Tara Peke son las que desarrollaron los solicitantes de asilo en cualquier campo de refugiados de África, Asia… O aquí, en Europa, en Moria o en el de la vecina isla de Samos. Porque Moria no era una excepción, sino un paradigma del sistema de maltrato y humillación que la Unión Europea ha implantado en sus campos de refugiados en los países del Sur.
El martes 15, justo una semana después del incendio de Moria, las llamas se cernían sobre el campo de refugiados de Samos, donde ese mismo día se habían identificado los dos primeros casos de covid-19. El fuego fue controlado a las pocas horas. No afectó a sus habitantes porque fue prendido a varios cientos de metros del asentamiento y porque el viento soplaba en dirección contraria. Pero la conexión con Moria parecía clara: se acababa de decretar un nuevo confinamiento a 4.000 personas para las que el coronavirus es la menor de sus preocupaciones.
“Si hubiese sabido que esto era lo que nos esperaba, hubiese preferido morir en Raqqa o en la zodiac”, dice esta madre siria, que prefiere ocultar su identidad, antes de que se le salten las lágrimas y guarde silencio. Su familia de 11 miembros, entre los que se encuentra su nieta de siete meses, nos recibe ya entrada la noche en una de las dos chabolas que construyeron con sus manos cuando llegaron a Samos el 24 de febrero.
Aquí duermen la mitad de sus miembros, en menos de tres metros cuadrados, sin luz ni agua corriente, protegidos por plásticos y cartones. Por el cuello de la camisa del padre, un hombre de 54 años con una soriasis aguda, asoma una cicatriz enorme: es de una operación de corazón que le realizaron en su país. Su nuera está embarazada de tres meses. A ninguno de los dos, denuncian, les atienden en el ruinoso hospital de Samos. “Nos gritan que nos vayamos”, dice su hijo Mohammed. Entre todos, van relatando los horrores de la guerra siria, la huida después de que ISIS tomase Raqqa, las dos veces que fueron descubiertos cuando intentaban llegar en patera a Turquía, la ocasión en que fueron encarcelados en Izmir cuando el bebé tenía apenas siete días…
Nos lo cuentan todo atropelladamente, con esa urgencia que muestran quienes hace tiempo que sienten que su dolor dejó de tener eco fuera de estas paredes, que su muerte importaría tan poco como que sus vidas se estén convirtiendo en escombros de burocracia y abandono. Lo hacen alumbrándonos con un par de esas linternas destinadas a leer mientras se está de camping. Porque para eso han quedado las Naciones Unidas y la Unión Europea, para entregar a estas personas kits de excursionistas con los que, se supone, deben sobrevivir meses o años en la jungla, como ellas llaman a estos montes: una tienda de campaña, una manta, unas linternas con placas solares…
Mientras conversamos y bebemos el hospitalario té que nos han preparado, una hormiga gigante avanza por el suelo de la chabola. Abundan por estos montes, como unas abejas del tamaño de libélulas, arañas y escorpiones, además de las susodichas y famosas ratas.
Hablemos, pues, de lo que desagrada ver. Cuerpos de bebés, de niños y niñas carcomidos por picaduras, convertidas a menudo en llagas supurantes. Se estima que hay más de 1.200 menores en el campo de Samos, pequeños destruidos física y psicológicamente. Criaturas sumidas, en muchos casos, en una tristeza profunda, como la de esos siete sirios pelirrojos, de entre 2 y 10 años, que permanecen sentados en el suelo junto a su chabola. Uno de ellos juega con los restos de una pistola de agua. Tienen miles de pecas iluminándoles unas preciosas caras de miradas vacías.
En cualquier escenario calamitoso, las risas de los pequeños es lo último que deja de escucharse. Y se escuchan muy pocas en estas lomas, pese a haber críos por todas partes. Sí hay muchos llantos: llantos que se retroalimentan, que no tienen una causa clara, y que pueden continuar mientras sorben los mocos e intentan hacer unos garabatos en una libreta. Porque aquí, como ocurría en Moria, tampoco hay escuelas oficiales y solo algunos menores pueden acudir a centros educativos de la ciudad. Así que la mayoría de ellos pasa meses o años rascándose y jugando entre fluidos fecales, mientras sus madres intentan sacarles el barro a sus ropitas en barreños que han de cargar varios cientos de metros. Pero no hay nudillos frotando que puedan quitarle ya el tono amarronado al uniforme infantil de Samos.
Digámoslo, aunque duela: son nuestros niños del pijama de rayas. Solo que aquí no les gasean. Son ellos mismos los que, según nos confirma Marine Berthet, coordinadora de Médicos Sin Fronteras en Grecia, a menudo se autolesionan y piensan en suicidarse, como ya se documentó en Lesbos. Eso sí, lo hacen cargando a sus espaldas mochilas con el logo de la UNHCR, el Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Refugiados.
“Estos campos solo son comparables a los peores de África”, espeta la enfermera Berthet, con experiencia en emergencias humanitarias en más de 20 países de África y Asia. Tal es la degradación de las condiciones de vida en estos barracones, que la ONG gestiona un proyecto para garantizar el acceso a agua potable, una cuestión que no suele abordar en sus misiones. “Pero, obviamente, el agua es una cuestión básica para garantizar la salud, así que…”, añade.
Fatem tiene 10 años y una larga melena recogida en una coleta de la que salen despedidos reflejos rubios. Empuja un carrito de la compra con cuatro garrafas que ha rellenado de agua en una toma construida por los propios refugiados. Me avisa de que se acerca la Policía antes de arrastrarme hasta su chabola. El acceso al campo está restringido por la cuarentena. La niña es de Deir Ezzor, una de las ciudades que más sufrió el asedio y las batallas entre ISIS y el régimen de Assad durante tres años. Dos años después de haber conseguido salir de aquel infierno parece no extrañarle tener que andar escondiendo a gente. Nada parece sorprenderle, en realidad. Tiene el aplomo de los niños que crecen sabiendo que están vivos por casualidad. Cuando entramos en su chabola, nos encontramos con su hermano Fadi, la mujer de este, Nur, su niño de tres años y una bebé de tres meses.
La guerra siria y la falta de una política unificada de acogida ha dinamitado a esta familia. La madre permanece en el Líbano junto a un hermano y una hermana de Fadi y Fatem, que en los dos meses en los que permaneció allí aprendió un fluido inglés. En Beirut sí podía ir al colegio. El padre de ambos consiguió llegar a Alemania, otro hermano a Suiza, y una hermana se quedó en Siria junto a sus hijos… Tras diversos infortunios, Fatem terminó convertida en una hija más de su hermano, aquí, en Samos, con numerosas picaduras alrededor de la boca, y un tic nervioso por el que cierra y abre la mandíbula continuamente. Fatem solo quiere estudiar y, por el contrario, todo lo que puede hacer aquí es contribuir para que su sobrino y su sobrina sobrevivan a tanta inmundicia. Nur, su tía, pregunta si les puedo ayudar. Es una pregunta que casi todos los refugiados nos harán estos días a los periodistas.
En la chabola de al lado, un matrimonio kurdo de Iraq cuida de sus tres hijas. Llevan un año en Samos, sin colegio, sin nada. La madre conserva la entereza, pero el padre se muestra avergonzado por su situación. El sentimiento de culpabilidad de las víctimas, con la que tanto ha jugado en los últimos días el Gobierno griego en Lesbos. El martes, cuando el nuevo campo ya contaba con varios centenares de tiendas, representantes institucionales intentaban convencer a los desplazados por el incendio de Moria de que accediesen a trasladarse al nuevo centro –del que, una vez dentro, ya no pueden salir– “por el bien de sus hijos”, porque “en seis meses estarán en Atenas si lo aceptan”, porque…
El sábado 19, después de que la inmensa mayoría hubiese accedido a las carpas para dormir primero sobre la tierra y, después, sobre esterillas y con apenas una delgada manta, el ministro de Inmigración y Asilo, Notis Mitarakis, anunció la prohibición a las ONG de repartir comida y agua a los que aún permaneciesen fuera del campo. De desobedecer la orden, añadía, serían multadas.
Como antes en Moria, ahora en Samos, si esta crónica fuese una road movie, encontraríamos que cada una de las chabolas y tiendas de campaña alberga una historia de injusticia en la que, sorprendentemente, todas las personas entrevistadas sostienen que el peor momento de sus vidas se está dando en suelo europeo. Hasta llegar aquí, no había tiempo para pensar: era la lucha y la huida por la supervivencia. Y cuando se suponía que llegaba el momento de la reconstrucción de sus vidas en un lugar donde no estuviesen en peligro, de repente, el socavón: el haberlo dado todo para nada.
Porque hablemos de lo incómodo. De quienes son las víctimas de la discriminación positiva que el Gobierno griego y la Unión Europea aplica a los solicitantes de asilo. Tras el incendio de Moria, el el Ejecutivo heleno rápidamente anunció que trasladaría a un lugar seguro a los menores no acompañados, a las familias monomarentales y a las mujeres que viajaban solas. Muchas de ellas fueron llevadas en ferry a otros campos en Atenas. Aún en la isla, una vez que se abrió el campo cerrado de Tara Peke, las familias con menores a su cargo tenían preferencia para ingresar. La canciller alemana Angela Merkel anunció que su país acogería a unos 1.500 refugiados: unos 100 o 150 niños y niñas no acompañados, y el resto, familias con menores. Un criterio basado en la mayor vulnerabilidad, que también suele operar en los plazos para el trámite de las solicitudes de asilo. Y fuera de todo ello, quedan los hombres solteros.
“Mis padres y mis hermanos están en Alemania. Mi solicitud la rechazaron porque soy mayor de edad”. Tarik Al Hassan tiene 23 años, es también de Deir Ezzor. Fuma mucho, al principio habla poco, pero una vez que empieza a abrirse, ya no hay contención. Lleva 13 meses atrapado en este monte desde el que abruma la preciosa vista de la lengua de mar que se adentra en la isla y que los humanos convirtieron en puerto al principio de la historia de la humanidad, esa que se ha ido construyendo a través del movimiento de personas.
Tarik llegó a Samos, como todas los refugiados de estas islas, en patera. Cuando la guardacostas griega la localizó, trasladó a sus 50 pasajeros a una comisaría donde les tomaron los datos e, inmediatamente, les señalaron las colinas del campo. Así llegan, por su propio pie, y así se instalan, en los barrios que se han ido constituyendo por nacionalidades.
Tarik, como muchos otros refugiados, cree que el Gobierno griego ha bloqueado la tramitación de sus solicitudes de asilo porque “se quiere quedar con el dinero que le da por nosotros la UE”. Lo cierto es que tienen razones para caer en la teoría de la conspiración en vistas a las condiciones en las que malviven, a la mala calidad de las raciones de comida que reciben, a la falta de instalaciones tan básicas como duchas, electricidad, saneamiento… Si hasta la basura la recogen los propios refugiados. Resulta obvio que alguien está haciendo grandes negocios a costa de estas personas.
“Cuando bajamos a comprar a la ciudad nos miran como si fuésemos basura: ¿qué se creen? Tenemos estudios, educación, familia… Nuestros países tienen petróleo. No odio a los europeos, pero sí al Gobierno y al pueblo griego por apoyar lo que están haciendo con nosotros”, me explica, sentado en una piedra en el arcén del camino.
“Estoy muy mal psicológicamente, pero no solo yo, todos los solteros”. Sentado junto a él, otros muchachos le escuchan y asienten. Son voluntarios de una ONG cuyo coordinador aparece, de repente, para comunicarme que todas las declaraciones que me hayan dado los muchachos que llevan la camiseta de su organización tienen que pasar por la central de Atenas para que den el visto bueno. Obviamente, le respondo que esos hombres tienen libertad de expresión y que, lógicamente, no pienso someter su derecho a ningún control. Seamos claros: algún día habrá que abordar la apropiación que algunas entidades sociales hacen de sus usuarios o, incluso, como en este caso, de sus voluntarios, en nombre de un supuesto proteccionismo que tiene mucho del paternalismo colonialista que tanto suelen criticar.
Campo de refugiados oficial de Samos, aunque la mayoría vive en los alrededores por la falta de espacio (P.S.)
Pero, mientras, hablemos de nuestro propio sesgo, de en quién y por qué fijamos nuestra mirada como periodistas. Mobina y Farima Karimi tienen 15 años y 13 años, respectivamente. Mobina tiene una larga melena que flota sobre una camiseta de mangas cortas con un punky de Banksy dibujado en el pecho. Farima luce un moderno corte de pelo corto, con raya al lado y abundante flequillo sobre su ojo derecho. Viste una camiseta blanca corta, y ambas lucen pantalones sport ajustados al tobillo. Su madre y su padre comparten estética moderna. Son afganos y puedo conversar largo y tendido con ellos porque las adolescentes hablan inglés. Porque este es también parte del condicionante del que raramente hablamos los periodistas.
No siempre es fácil contar con los recursos para contratar a alguien que traduzca, y en la mayoría de este tipo de coberturas terminamos volcándonos en aquellas historias cuyos protagonistas hablan inglés o francés, lo que ya supone una criba importante. En esta ocasión, he comprobado cómo el afán de los refugiados por hacerse entender les lleva a recurrir al Google Translator. No es la mejor de las soluciones, pero sí habla del valor que muchas de estas personas siguen depositando en nuestro oficio. Incluso cuando les explicamos que, más allá de contar lo que está ocurriendo, nada podemos hacer.
Izadi Boza, un refugiado kurdo-sirio, utiliza la aplicación de Google Translator para comunicarse con la periodista (P.S.)
Mobina y su familia pueden comer algo más que las insuficientes y repugnantes raciones de comida repartidas por la ONU gracias a que su padre vende las patatas y cebollas que compra en el pueblo. Para llegar hasta allí, cada día tiene que hacer horas de cola porque la Policía escalona el número de refugiados que pueden salir del campo. Una vez fuera, adquiere el producto en uno de los dos supermercados que, como en Lesbos, se están quedando con la práctica totalidad de los ingresos que podrían recibir las islas de sus nuevos vecinos. Cada adulto recibe 75 euros al mes y cada menor, 50, hasta sumar como máximo, 245 por unidad familiar. La madre vende las verduras apenas unos céntimos más caras: cuatro cebollas, 50 céntimos. Lo compruebo cuando un chico africano hace una compra. Aquí funciona literalmente el hambre del pan y cebolla.
Tarjeta informativa sobre las ayudas por persona solicitante de asilo del Alto Comisionado para los Refugiados de las Naciones Unidas (P.S.)
Este joven matrimonio decidió que todos salieran de Herat para que sus hijas tuvieran un futuro como mujeres profesionales e independientes. Ahora se encuentran cocinando usando como combustible las ramas de los arbustos que se disputan con el resto de refugiados, lavando los platos y la ropa en un barreño y yendo las tres juntas al baño para evitar posibles asaltos sexuales. “Ahora, sobre todo, temo a los incendios y a la covid-19, así que no salimos apenas de la tienda”, explica Mobina, mientras al fondo escuchamos a Farima cantar. Tiene los cascos puestos buscando ese refugio que ofrece la música en la adolescencia y que solo unos cuantos privilegiados conservan hasta la vejez.
En las casetillas construidas con piedras y pales que hacen las veces de duchas, cuelgan carteles que recomiendan lavarse las manos, mantener la distancia de dos metros o llevar siempre mascarillas limpias… Nada de ello es posible en este espacio porque así lo han decidido las instituciones griegas y europeas.
Digámoslo, pues: si su intención no es que se contagien masivamente y se conviertan así en el foco del odio de los locales por esta nueva razón, lo fingen bastante mal.
Admitamos lo que nunca nos gustaría admitir. Que, sobre todo, en el caso de las personas del África subsahariana, que no solo han sufrido todo tipo de vejaciones en su éxodo, sino que también padecen el racismo de los árabes y persas en los campos, y que saben cómo han de sufrir y morir para llegar a costas italianas o españolas, no tienen inicialmente interés en contar lo que están viviendo. Porque ya saben que sabemos.
Si lo hacen, si nos vuelven a enseñar las pertenencias que guardan en las tiendas de campaña roídas por las ratas o los documentos que demuestran que llevan hasta tres años de encierro en este centro, es más por la necesidad de clamar que son seres humanos, negros y seres humanos, y que vinieron aquí para trabajar y darles alguna oportunidad a sus hijos. Que, como repite el congoleño Patricio, mientras sostiene una pastilla de jabón con las muescas de la dentadura de una rata, no han venido a robarle nada a nadie. «Estamos aquí como los esclavos, no somos esclavos. Se nos suben las ratas por el cuerpo cuando dormimos. ¿Quieren matarnos o qué?», espeta, mientras muestra su papel de registro de la Agencia para los Refugiados de la ONU que demuestra que lleva viviendo un año y medio en esta tienda de campaña.
Nos lo cuentan por desahogo, porque nos hemos convertido en la válvula de una olla a presión. Como las Naciones Unidas, que garantizan que no mueran de inanición a la vez que no se revuelvan contra su opresión. Y como los gobiernos de la UE, que no los deporta a sus países de origen porque no les admitirían, pero les someten a tales condiciones de humillación que terminarían por hacer cola por entrar en una prisión con mejores condiciones, como ha ocurrido en Lesbos.
Zaina Buby tiene tres años y apenas duerme de noche: teme a los zorros del monte, a las ratas y, sobre todo-sobre todo, a las continuas peleas entre refugiados. Hacinamiento más desesperación por la falta de horizonte, más hambre, más agotamiento más… la combinación perfecta para fomentar la conflictividad.
Su padre, Omar, un kurdo sirio que estudiaba Geológicas en la Universidad de Damasco, tuvo que salir de Rojava hace un año con el resto de su familia -esposa, madre, hermana, cuñado, sobrinas…– cuando Turquía comenzó su campaña de tierra arrasada en esta región. Su hermano de 20 años murió en uno de esos bombardeos. Cuando tomaron la patera y llegaron a este campo, su segunda hija tenía tres meses, y ahora tiene más de un año. Hasta hace cinco semanas no le hicieron la entrevista de solicitud de asilo.
“Mi mujer tiene jaquecas terribles y mi cuñado dolores estomacales que no le dejan dormir. Pero en el hospital no nos atienden y cuando hacemos cola para salir, durante horas, la Policía no nos escucha. Solo nos dicen “Vete, vete”. No podemos decir nada”, explica.
Todo el mundo está enfermo en estos campos: ya sea por las condiciones en las que tienen que vivir, por las que han tenido que atravesar en su huida o por las de sus países de origen. Y la mayoría no recibe un trato médico digno cuando acuden a los centros de salud o al hospital. Un extremo que nos confirma Marine Berthet, de Médicos Sin Fronteras.
A esto hay que añadir que el sistema público de salud griego tiene una sistemática falta de recursos y personal, además de contar con unas infraestructuras impropias de un país de la Unión Europea, si no fuera porque fue esta misma la que obligó a este país a aplicar medidas austericidas que acabaron de destrozar los servicios públicos. Así que cuando a los refugiados les dan cita para un especialista a tres meses vista, a menudo creen que están siendo discriminados. Lo cierto es que las listas de espera, como ocurre en España, están desbocadas. En cualquier caso, resulta evidente a la vista el nivel de degradación física al que está sometida la población de los campos de refugiados.
Hablemos de lo inevitable: ni el extinto campo de Moria, ni el nuevo de Kara Tepe, ni el de Samos son una anomalía en la UE. Es más, son los más visibles y, por tanto, donde hay al menos presencia de periodistas y de ONG internacionales. Según el proyecto closethecamps, de la red Migreroup, solo en la Unión Europea hay más de un centenar de hotspots, de centros para extranjeros. Y, sin embargo, como ha podido constatar La Marea son más si tenemos en cuenta los lugares de detención a cielo abierto que no están registrados oficialmente.
Visitamos uno de ellos en el norte de la isla de Lesbos, cerca de la población de Efthalou, donde llegan muchas de las pateras procedentes de la costa turca. En la hendidura que forman dos montículos, en primera línea de mar, despuntan una decena de tiendas de campaña de la ONU. Para cuando estamos saludando a sus habitantes, una agente de la guardacostera que vigilaba el acceso a la carretera por la que hemos llegado, ya nos está dando la orden de identificarnos tras seguirnos en coche. Nos obliga a acompañarla al puesto policial, donde nos informan de que no podemos hablar con estas personas que, supuestamente, llegaron hace dos semanas en patera. El pretexto oficial, que están en cuarentena.
Campo no registrado de personas refugiadas en el norte de la isla de Lesbos (P.S.)
Quién sabe cuántos campamentos informales como estos más habrá, cuántas personas albergarán, por cuánto tiempo y bajo qué criterios les encerrarán… La Unión Europea y el Gobierno griego ponen más empeño en impedir que podamos mostrar cómo maltrata a las personas refugiadas que en ocultar que esa es su principal preocupación.
Mientras, la joven siria Hayat sigue escribiendo su historia en un cuaderno del Che Guevara en una chabola en Samos: «Yo solo quería una vida sencilla: un bolígrafo, un cuaderno, luz…». Hayat desconoce qué pasará con su vida, pero tiene claro el título para su libro: Un sueño que no ha acabado y que no acabará.
Reportera transfronteriza especializada en derechos humanos y enfoque de género. Premio de la Asociación Española de Mujeres de los Medios de Comunicación. Le apasiona tanto viajar para reportear al otro lado del mundo, como descubrir y contar los mundos que conviven en la esquina del barrio.